Carolina Fonseca

Nació en Caracas en 1963. Es Abogada. Editora y escritora. Reside en Panamá desde el 2011. Es socia fundadora de Foro/taller Sagitario Ediciones, junto con Enrique Jaramillo Levi.
Ha publicado los libros: Dos voces 30 cuentos (Panamá, 2013) con Dimitrios Gianareas; Escenarios y provocaciones. Mujeres cuentistas de Panamá y México 1980-2014, con Mónica Lavín (Panamá, 2014 y México, 2015). En el año 2013 ganó el premio "Diplomado en Creación Literaria" de la Universidad Tecnológica de Panamá con su libro de cuentos a veces sucede (Panamá, 2015). Además publicó Cuentos compactos con Enrique Jaramillo Levi (Guatemala, 2015) e Impulsos indomables a plena luz del día (cuentos / Costa Rica, 2016).

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Peces
Del libro Impulsos indomables a plena luz del día
Uruk Editores, 2016.

Tengo cantidad de peces nadando en la barriga. Anaranjados como las naranjas, como el queso cheddar que le gusta a mi madre, como el color de aquella pintura de labios que atesoraba de pequeña. Pero con más brillo. Acaban de entrar; me los tragué con un vaso de agua fresca, sin hielo para no herirlos. Creo que son peces de río, de agua dulce. Por eso me van a alegrar por dentro sin morirse. Que si fueran de mar resentirían sentirse confinados y la falta de sal los podría debilitar; puñados de peces diminutos flotando sin vida en la superficie líquida de mi estómago me enfermarían de tristeza y de soledad. Los siento vivos en cambio; brincan como chispas y yo, siguiendo el impulso de sus piruetas, corro escaleras abajo, tomo mi bolso y salgo a la calle en esta mañana clara luego de meses de encierro. Llevo conmigo una botella plástica de agua pura que voy sorbiendo de a poquitos para mantenerlos a cierta profundidad.
Preñada del mundo líquido que hace olas dentro de mí, camino sin esfuerzo las calles hasta entrar al terminal del Metro e inicio el largo descenso a la red de trenes vertiginosos que teje la ciudad.
Una vez en el vagón oscuro y subterráneo cuyo silencio trepida de estación en estación, sentada con la mirada fija en el rostro de un hombre que parece dormido, noto que se aquietan los pobrecitos, temerosos de los ecos mecánicos y de una velocidad que les recuerda la aterradora posibilidad ancestral de haber sido tragados por el mítico bagre gigante, un animal voraz y repulsivo del que sus madres y las madres de sus madres murmuraban en el remanso de las noches. Yo cubro mi abdomen con la calidez del bolso para que se sientan seguros mientras navegamos el delta que dibuja los rieles.
Cierro mis ojos para abrirlos rato después contagiada por el temor de montones de peces inmóviles. Miro a través de los vidrios las paredes húmedas de los túneles que nos tragan para escupirnos luego y volvernos a tragar; paredes que se han ido cubriendo de un musgo gris adherido a raíces gruesas que dejan pasar sombras de luz trémula; los ruidos metálicos apagados por el peso de una atmósfera densa y acuosa que todo lo amortigua. Entonces pego mi cara para ver mejor y me pregunto en qué minuto de los muchos que llevamos viajando nos sumergimos en este río de aguas turbias y quietas en cuyo lecho pantanoso han desaparecido los rieles que nos conducían a la estación siguiente en la que me disponía a bajar para subir a la superficie de aquella mañana que recuerdo soleada y alegre.
Afuera, los troncos hundidos de árboles leñosos  y las algas ondulantes acrecientan la penumbra. Busco el rostro del hombre que duerme y veo con asombro cómo de sus labios apenas entreabiertos sale un borboteo de ronquidos tenues. Me hubiera gustado preguntarle si ha hecho antes este viaje, pero no me atrevo a despertarlo. Solo él, yo y mis peces temblorosos, engullidos en un vagón de sombras que, manso, nada siguiendo las corrientes.
Procuro no pensar en el terror desconocido de la boca chata y desdentada del viejo bagre para no asustarlos más y me distraigo en mi botella de plástico que se ha desprendido de mis manos en las aguas cálidas que han ido permeando y flota  graciosamente su largo cuello emulando un hipocampo.


No sé si fue el murmullo de olas lejanas o el remecer de aquel nado, solo sé que no pude evitar que mi boca se abriera en un bostezo lento al tiempo que salía un torrente de peces que se perdió en la umbrosa caverna. Me quedé vacía, en medio del remolino de burbujas que dejaron atrás como único vestigio de su paso por mí.

Casi entrañable

Era de noche. Cervezas en una cava y el mar rugiendo como mis tripas. El hambre no me dejaba pensar. Tres en la playa. Ella y nosotros. Digo ella y nosotros para que se entienda hasta qué punto estaba sola. Nosotros, Julio y yo, no salíamos de la curda. No estuvimos sobrios más que las tres horas que nos tomó llegar y aparcar el carro a un kilómetro de la costa. En un estacionamiento público asoleado y desértico. Un perro y un hombre viejo al cuido de dos carros. El de Julio el peorcito. Así las cosas, caminamos cargando la carpa hasta sentir las olas. Ahí dejamos de estar sobrios; nada más aguaitar la palmera torcida de viento, el azul del agua, la espuma corriendo la arena, y ya empezamos a sentir ese falso equilibrio que anticipa el cuerpo que carga la cavita helada. Primero dejábamos a Lucía que soltar la cava. Ella, Lucía, medio hermana de Julio, se empeñó en venir. Y a él le faltó carácter para pararla en seco y decirle que somos dos, ni uno más. Le dio pena o caligueva llevarle la contraria. Que se la pasa sola y que es un fastidio cuando de querer se trata. Y quiere y gime y llora y sigue queriendo hasta que por desesperación uno cede. Eso dijo cuando lo miré  con furia. Era un viaje de panas. Entre machos. Tomar. Correr olas. Hablar paja.  Y ahí venía la Lucía. Tarareando a Shakira... Después de ti la pared y yo con ganas de bajarla del carro. Pero Julio le hizo un gesto y se calló. Yo mirando el paisaje para no oír la voz de timbre que nos pedía adelantar esta canción, buscar aquella. Afuera bien afuera los árboles, los matorrales, las colinas, las piedras, la cuneta, el rayado blanco de la carretera, las nalgas de un tipo que orinaba a un lado del carro. Cualquier cosa. Por eso creo que empezamos a tomar al segundo que pusimos pie en tierra y no paramos los dos días que siguieron. Fue una pequeña venganza. Nuestra manera cobarde de hacerle saber que no contaba con nosotros. Contaba con ella para meterse en el mar, para asolearse cuanto quisiera, para completar con uvas de playa las galletas y el pan que trajimos y que se acabaron más pronto que tarde. Eso le dijimos. Que nos dejara hacer y que se las arreglara como pudiera.
No sé si fueron las birras o el monte que habíamos guardado para esa segunda noche. Lo enrollamos y lo fumamos el tiempo que nos duró aspirarlo con todo. Era del bueno. El caso es que a Julio le dio por buscar la tabla y echarse al mar. ¿Estás loco? Las olas grandes; las escuchaba romper con fuerza en la oscuridad. Coño, Julio, ¿qué pasa pues? Eso acostado, de lo bien que se estaba en la arena tibia mirando el cielo; las estrellas y su brillo pudieron más que la voz que me decía que me parara y le impidiera seguir; Julio era flaco hasta la lástima. Pudo más la tibieza y la sensación de modorra que hundía mi cuerpo; me quedé mirándolo alejarse a la luz de una lámpara de acampar que lo dibujó cada vez más pequeño con la tabla bajo el brazo hasta perderse en la espuma. Olvidé a Julio. Olvidé las olas. Olvidé el hambre. Olvidé la sed. Olvidé el brillo de la luna que menguaba refulgente en el borde más oscuro de esa noche. A Lucía la había olvidado desde que bajé del carro hasta que me despertó sacudiéndome un brazo con su voz de timbre hiriendo mis oídos tanto como mis ojos por la claridad del sol: ¡Julio no está!¡Mi hermano, no está! Y de un solo golpe me viene la resaca; la memoria del flaco que se interna en la sombra, mi cabeza recostándose de nuevo en la noche.
La pesadez del día siguiente no pesa tanto como para mantenerme quieto; abro los ojos por tercera vez y la miro a la Lucía, los ojos de ella muy abiertos sobre los míos como en una súplica, el miedo que se me viene de pronto, la imagen sorteando las olas oscuras,  su cuerpo frágil alejándose de la costa, sin saberlo, sin presentir el universo de criaturas despiertas que habitan el mar que se lo traga; y casi ágil me levanto; me sacudo la arena, el sol de los ojos, el mareo incipiente y miro hacia la carpa, a los lados, la playa que se extiende hasta un recodo opuesto, el mar azul, el camino de vuelta, la palmera y los matorrales, miro todo como si Lucía hubiera podido estar ciega, y no veo a Julio ni a la tabla. ¡Coño, Julio... !, me digo en voz alta. Un extremo de la carpa se había soltado y el viento azotaba la lona.
Mi mente acelerándose en los posibles destinos de las próximas horas. Lucía y yo caminando de vuelta al carro, cargando el caos en el asiento trasero, preguntando al hombre que dónde va uno a reportar estos casos para que inicien la búsqueda. Lucía y yo viajando de vuelta a la ciudad. Lucía y yo con el peso de ese viaje de dos horas en silencio. Lucía y yo abriendo la puerta de la casa de sus padres, encarando a la madre para decirle que a su hijo se lo había tragado el mar. Lucía y yo unidos para siempre por el eco de una lona que azota el viento.
Vamos a buscarlo. Nosotros. Me dice en un ruego. Y me toma de la mano. Yo la sigo. Ausente de mí. La sigo por la arena que todavía no quema la planta de los pies. Andamos rato. Lo suficiente para llegar al recodo que hace la tierra entrando al mar, profuso en troncos y raíces que bajan de un grupo de árboles apretujados en esa orilla, como queriendo caer y sumergirse. Después del recodo kilómetros de playa. Lucía adelante. Yo detrás. Oteando el horizonte hasta verlo. A Julio. Al mismo Julio, flaco hasta la lástima con la tabla bajo el brazo venir hacia nosotros. Pequeñito primero y más y más grande. Hasta tenerlo cerca y verlo sonreído. Quemado de sol. Tan tranquilo. Lo abrazo. Nos abrazamos los tres. Y de vuelta hasta la carpa. El viento alegre ondeando el extremo de la lona.


Hoy la recuerdo a la Lucía. Las dos horas de regreso cantando con Shakira; su voz de timbre que ahora se me hacía más llevadera. Casi entrañable.   

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Un golpe de viento

“a veces sucede”. Editorial Tecnológica de la Universidad Tecnológica de Panamá, 2015.

Afuera se oyen patos, graznidos de patos. Así eran mis noches de llano: un fondo de silencio poblado de esos graznidos; bandadas de patos sobrevolando  la noche, sobrevolando el río, los pastizales, los moriches, mi chinchorro.
El día era distinto. Empezaba a destiempo. A veces era oscuro y empezaba. Un gallo canta. Y ya no puedo dormir más. Insomne con el gallo.
En el llano las noches se van refrescando. Empiezan calientes. Uno no halla qué hacer con ese calor. Es por el viento que parece detenerse por horas. Como probándote la paciencia. Y uno se duerme de tedio. Las sombras de los árboles están inmóviles como el chinchorro. Lo muevo apoyando la mano en el cemento frío para impulsarlo. Entonces se mece y ese movimiento suena en la tensión de la cabuya para llenar el silencio con algo. Así me voy adormeciendo. Un sonido rítmico que se va apagando hasta que vuelvo a impulsarlo. El molino tampoco se mueve. Desde el chinchorro lo veo; erguido y viejo a la luz de una luna clara. En otras noches de mejores tiempos, más venteados, se oye el molino, el ruido metálico que hace cubre la sabana.
Todavía hoy tengo el recuerdo del sonido del molino rompiendo el silencio. Desacompasado. Un golpe de viento. Un giro. Y así va, como una rueda que no termina de andar. En noches sin luna la vuelta de las aspas lo es todo; el ruido que producen y el ir y venir de mi chinchorro tensando la cabuya. Debe ser por eso que uno empieza a pensar pendejadas. Era cuando encendía un cigarrillo y dejaba de oír al molino...
Elías, vaya al pueblo y me le dice a Don Pedro que cuándo me manda el camión... Elías, sáqueme las cuentas del ganado que se vendió este mes que me voy a la ciudad... Elías, apúrese con los trámites del permiso para sacar la madera... Elías, qué pasa con esos repuestos que no llegan...

Elías, Elías...

¡Ah, carajo! Quince años trabajando en esta finca y la misma vaina. Este siembra y cosecha, le paren los animales, los reales también le paren. Va y viene. Yo no. Yo estoy  inmóvil como las hojas de ese moriche; esperando que pegue un viento y nada. Son tiempos malos.
Y veía encenderse el tabaco al chupar la colilla; cómo se iba consumiendo hasta apagarse.

A mí nunca se me ocurrió que yo podía cambiar mi suerte. Sí me empezó a pesar ese estarme quieto y la pátina de óxido que fue cubriendo el molino y que yo sentía en el giro accidentado de las aspas. Verlo ahí esperando un golpe de viento que no llega. Ese peso y el brillo de la punta de mi cigarro que se consume me dieron la idea. Entonces me levanté, descolgué con calma el chinchorro y empaqué las cuatro cosas que tenía. Era una noche de fin de verano. El que conoce el llano sabe que en la madrugada, cuando uno menos lo piensa, el viento empieza a soplar sobre los pastos secos, porque ya van meses que no llueve. El aire peina las hojas muertas de los morichales. La tierra está abierta. Los cuerpos de agua se consumen entre las grietas. Y el llano todo es una espera. Fui por un bidón de gasolina. Los fósforos los cargo siempre conmigo. Saqué el carro del galpón y lo alejé. Aguardé la madrugada, tranquilo, fumando, hasta que empezó a ventear. Calculé bien el sentido del viento y fui rociando el pasto. Y aquí y allá encendí la sabana. Al poco rato las llamas eran altas y un fuego trepidante llenaba mis oídos acallando el silencio. Mi corazón latía fuerte. Estaba vivo como ese fuego mientras veía hipnotizado cómo las llamas se ensañaban con la casa, con los galpones, con los corrales; vi cómo el ganado mugía su desespero, cómo rompía la empalizada y corría. Y quise correr. Pero no pude. Mi fascinación era mayor a pesar del peligro. Porque el viento es caprichoso y puede golpear de vuelta. Puede uno verse atrapado. En cambio el fuego sí corrió abriéndose camino, cubriendo los pastos, los potreros, asfixiando el morichal; la sabana entera un incendio. El humo denso era lo que iba dejando a su paso y la brasa encendida en los palos de las cercas. Ya amaneciendo me fui hasta el carro, lo prendí y rodé hacia la trilla que lleva al pueblo. Por el espejo pude ver los restos humeantes de la casa grande, y el molino, teñido de negro, como una inmensa cruz señoreando la muerte.


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Ella y yo

"Dos voces 30 cuentos" junto con Dimitrios Gianareas. Foro / taller Sagitario Ediciones, Panamá, 2013.

Para Natividad Martínez

Ella tiene noventa y nueve años. Es sorda; una sordera reciente, del último decenio. Está sentada de espaldas a mí. Yo me siento detrás para ver el mundo como ella lo ve. Me siento en silencio aunque para ella da lo mismo. Para mí no; el silencio en el que habita me seduce. Desde aquí, yo la veo, menuda y quieta. Veo su pelo blanco prensado en un moñito blanco que le da un aire infantil. Ella se mueve lentamente, lo indispensable para apoyarse en la mesa y sumergirse en un crucigrama que la absorbe mientras teje relaciones en su mente; busca palabras que hace años no pronuncia; lo sé porque las pronuncia como si lo hiciera por primera vez: so li lo quio; toma el lápiz y escribe cada letra con cierta dificultad, como quien aprende a escribir. Luego descansa: deja el lápiz, respira o suspira más bien, y contempla. Y yo contemplo con ella. Hay árboles detrás de las ventanas, sus ramas se asoman al comedor del segundo piso en el que estamos. Son hojitas pequeñas y apretadas que cuelgan de aquel lado. Verdes, recién nacidas; muy verdes y brillantes.  A veces, con suerte para nosotras, se mecen un poco. Entonces siento compasión porque no puede oír ese rumor del silencio. Solo ve el temblor, la vida que se agita afuera.  Ahora soy yo la que suspira. Ella mira su mano y no sé qué piensa. Tiene un anillo sin valor. Yo miro la mía y pienso que la mano puede contar muchas historias. No son iguales las manos de la gente; portan sus marcas, ciertos hábitos, los años. Las manos son algo nuestro que podemos mirar; podemos mirarnos en ellas de alguna manera. Quizás por eso mira su mano, o quizás solo mira el anillo; el diseño en relieve que tiene, la piedra morada. Ella vuelve a ponerse en movimiento: toma el lápiz y busca con la punta el lugar donde quedó y lee en voz alta y despacio: Ni  lo... Y piensa; piensa y mira los cuadritos en los que debe encajar la palabra que busca; y yo cierro mis ojos e imagino el río largo, larguísimo como un siglo que corre; un río que me figuro corriendo de norte a sur, cayendo velozmente África abajo, como si el globo terráqueo de mi biblioteca fuera una fiel representación y la tierra estuviera suspendida, colgada, en una suerte de abismo, y la gravedad estuviera jalando las aguas de ese río que ha visto pasar toda clase de dioses, que sabe que nada permanece, que mira en silencio la absurda apuesta de las pirámides que se deshacen en el desierto, que sabe que ni siquiera él va a fluir eternamente. Y al fin la oigo decir rí o, y abro los ojos, y la veo escribir cada letra en su libreta de pasatiempos... Pasa-tiempos, me digo, y me causa gracia. Y ella deja el lápiz y descansa. Porque es grande su esfuerzo de leer, buscar palabras en su mente adormecida, pronunciarlas, escribirlas en los pequeños espacios de su libreta sin salirse, calculando que sean las palabras correctas, que encajen todas. Y yo descanso con ella que vuelve a mirar hacia fuera. Las hojitas de las ramas que se asoman están un poco más grandes, más serenas diría yo. Se agitan menos. Ella mira y respira. Y yo también respiro, y siento cómo el aire entra en mí y sale quedito; no como ese que mueve las ramas afuera, este no. Aquel es revoltoso, no respeta, va despeinando a su paso. Este es uno más entre nosotras.
A la izquierda hay un vidrio que ocupa parte de la pared dejando ver el paisaje. Ella voltea y mira a lo lejos la cordillera que bordea este valle, y se pierde en su contemplación; y yo me pierdo en el recuerdo de aquel hombre que se internó en las montañas una mañana y apareció años más tarde, cuando ya lo habían dado por muerto; apareció flaco y sucio para contar por televisión, por radio, cómo esas montañas que parecen tan simples y lineales vistas desde aquí, encierran otras montañas, caídas de agua, ríos y lagos, valles y selvas de una vegetación tan tupida que es difícil ver el sol; los árboles crecen y crecen a muchos metros de altura buscando la luz, como grandes rascacielos; los helechos adquieren proporciones prehistóricas; las arañas tejen telas en las que uno puede quedar atrapado fatalmente. En esa jungla, los días y las noches se solapan y el tiempo es circular como la piedra redonda del anillo que ella lleva en su mano derecha, que de nuevo acomoda el lápiz para señalar donde quedó. Entonces la oigo decir dios  del  true no. Y yo miro el cielo a través del vidrio y está azul y limpio. Y la oigo pensar, oigo su pensamiento, porque murmura para sí, preguntándose la palabra, el nombre, la clave, y cuenta cuadritos: cua tro, y medita, buscando en sus lecturas pasadas, en su larguísima memoria; y pasa el tiempo, porque su memoria le hace trampas... Y ella suspira, menea suave su cabeza, como contrariada con la memoria que a ratos se le adormece, y deja el lápiz para no insistir en esa molestia que la cansa. Mira hacia afuera. Y yo miro a través de la ventana cómo aquellas hojitas, antes verdes y apretadas, ahora tienen los tonos rosados y amarillos de la tarde y han ido cayendo. E imagino lo suave que se siente pisar el jardín cubierto de cientos de hojitas vencidas.
Vuelve a su libreta, pasa las páginas con lentitud; ahora es ella la que hace trampas: busca el crucigrama resuelto al final, lo encuentra y la oigo: Thor; se devuelve, rellena los cuatro cuadritos y descansa satisfecha porque ha completado una línea más. Y cuenta las líneas que le faltan: u na, dos, tres,... Y yo cuento sus años, el año que le falta para llegar a cien; una edad límite, uno podría pensar. Límite en un sentido que no logro entender. Decir un siglo le da una cualidad a ese tiempo; una cualidad sepia, de tonos apagados; una cualidad grave como la del invierno que se instala allá afuera en las ramas desnudas. Después de un siglo es irrelevante contar, porque la vida deja de transcurrir; ciento uno, ciento dos, ciento tres... y nada pasa, ya todo lo que podía pasar, pasó. Los días y las noches se solapan y el tiempo es circular. Por eso nada la sorprende. No la sorprende la quietud que la envuelve mientras afuera la vida se agita con el viento; ni la sorprende que las ramas vuelvan a llenarse de hojitas verdes recién nacidas una y otra vez; ni siquiera la sorprende la muerte cuando una tarde se le acerca como un viento frío y la deshace de un soplo.

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Micros

La casa

"Cuentos compactos" Indeleble Editores, 2015.

Aquella casa misteriosamente tomada, no era, en modo alguno, inocente. Antigua, con los años había adquirido los vicios de la edad, volviéndose intolerante y caprichosa. Los dos hermanos y su discreta convivencia la exasperaban. Se cansó de guardar recuerdos ajenos, del aseo diario, del absurdo encierro, del zumbido constante de las agujas de Irene, de su rutina conventual. Así fue como, fingiendo ruidos y voces quedas, los ahuyentó, y una vez deshabitada, se abandonó a la ruina. El que los hermanos, personas de naturaleza simple, salieran sin siquiera sospechar de ella, no es de extrañar; pero haber engañado a Cortázar es toda una hazaña.

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