Danae Brugiati Boussounis

Nació en la ciudad de David, el 29 de septiembre de 1944. Traductora de cinco lenguas, docente y promotora cultural. Profesora de idiomas en Grecia, Estados Unidos y Panamá. Ha publicado artículos y cuentos en revistas y periódicos tanto en Grecia como en Panamá. En 2014, publicó su libro: Pretextos para contarte (23 cuentos). Tiene un libro de cuentos y un poemario en preparación. Actualmente reside en la ciudad de Panamá.

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Cuentos tomados del libro  Pretextos para contarte.
Foro/Taller Sagitario, Panamá, febrero de 2014

La estrella del Jenízaro

…muchas veces, algo breve, un dicho o una trivialidad,
sirve mejor para mostrar la índole de los hombres…
Plutarco, Vidas paralelas
   
Corre el mes de abril de 1453. El retumbar de los cañonazos otomanos estremece los recios contrafuertes de la catedral de la Santa Sabiduría. La última roca abate casi enteramente el muro defensivo detrás del cual pelean los aguerridos soldados y vecinos de Constantinopla con la fe puesta en sus compañeros y en Dios. Los soldados anatolios, al cabo de una hora de demencial arrojo, todavía no consiguen perforar la resistencia de los bizantinos. El sultán, advirtiendo que la presión está a punto de ceder justo en el momento en que las tremendas grietas invitan a un último y decisivo esfuerzo, manda a formar a los jenízaros para no dejar pasar la oportunidad.
 Entre ellos, Abdalá, joven griego de las montañas de Tesalia, a quien sus padres cristianos bautizaron Basilio, recuerda como tanto a él como a muchos otros entre las edades de ocho y doce años, les habían secuestrado, separándoles de sus seres queridos y, les habían entregado a familias otomanas en las provincias para que aprendieran el idioma turco, las costumbres y las reglas del Islam. Además, Abdalá también recorre con su pensamiento momentos del adiestramiento bajo una disciplina estricta con duros ejercicios  físicos, enseñanzas en el manejo de las más modernas armas y tácticas militares, así como una impecable educación, todo ello en condiciones monásticas en las escuelas AcemiOğlanı.
En dichas escuelas de instrucción se espera que permanezca célibe, aunque si por una rara casualidad en los patrullajes a los pueblos y valles o en horas de descanso se cruza en su camino alguna muchacha, se le escapa el alma en la mirada con la que sigue y envuelve como un velo más a la delicada figura. En gesto inconsciente, acariciándose pensativo el lunar rojizo en forma de estrella que tiene en la sien izquierda, se pregunta si algún día creará una familia propia. Desde el primer momento se le inculcó que considerara al cuerpo de jenízaros como su casa y familia, y al sultán como su padre real, de facto, pero hay ocasiones en que su carácter innato le lleva a hacerse preguntas sobre su vida anterior y su prole más allá de los veinticinco años que ahora tiene. Pero estas cavilaciones no impiden que durante todos estos años haya demostrado ser lo suficientemente fuerte en el periodo de instrucción y haya alcanzado el rango de un jenízaro verdadero. Solo las cavilaciones sobre el origen y el futuro inquietan sus horas de reflexión.
Sacude sus pensamientos que se desvanecen como imposibles sueños y vuelve a la realidad de ser parte del ejército con los mejores soldados del mundo conocido y al cuerpo élite del sultán, los jenízaros, quienes tienen como única actividad la guerra en defensa de los intereses y caprichos de éste, propósito que elimina cualquier aspiración de índole personal.
Él es  un jenízaro bien disciplinado y por lo tanto mucho de sí está satisfecho de ser un engranaje en la más efectiva maquinaria militar de la Edad Media, mientras que en los otros grupos  reina la indisciplina y la disipación. A cambio de su lealtad y su fervor en la guerra, gana privilegios y beneficios. Tiene un sueldo en efectivo, recibe parte del botín en tiempos de guerra y disfruta, por demás, un alto nivel de vida y de una posición social respetable.
Abdalá, sacude su hermosa cabeza de rizos oscuros, pues ya sus compañeros empiezan a avanzar al son de los tambores que marcan el ritmo de sus pasos. Caminan imperturbables, hombro con hombro, sin hacerle caso a las nubes de flechas y al fuego griego que los bizantinos derraman sobre ellos. Donde uno cae, otro toma inmediatamente su lugar, y donde un tercero hiere, un cuarto llega para rematar. Con pasos firmes y seguros, moviéndose en masas impenetrables, pronto alcanzan el perímetro de la primera muralla que, a estas alturas, es un amasijo de ruinas dispuestas al azar.
Mehmet, el Sultán, conoce la solidez de las murallas enemigas: el eterno bastión, el sostén de los bizantinos durante los últimos mil años. Los cañones mayores son incapaces de atravesar sus rocas, y encarga a Urbas, reputado ingeniero húngaro, que traiga su nuevo invento bélico, más efectivo que ningún otro hasta entonces. El inmenso cañón es arrastrado lentamente hacia la ciudad, remolcado por cincuenta pares de bueyes y cientos de soldados. Los disparos resuenan noche y día sobre los cielos de la ciudad. Las eternas murallas aguantan embestida tras embestida, a un ritmo de siete disparos diarios por cada gigantesco cañón. Es cuestión de tiempo, y el sitiado emperador Constantino lo sabe.
Entonces, cuando ya todo parece perdido, unas velas aparecen en el horizonte navegando por el Cuerno de Oro en dirección a la ciudad. Occidente, al fin, había escuchado la llamada de Constantino. Tres barcos genoveses ya se avistan desde las altas torres. La inmensa flota otomana los persigue de cerca, intentando darles alcance. El viento amaina, y los barcos genoveses se ven obligados a combatir a sus enemigos. Al fin, cerca del anochecer, consiguen zafarse de sus perseguidores y arribar finalmente a puerto. La ayuda ha llegado a pesar de la inoperancia y la desidia que imperan en las provincias cristianas.
Durante una noche, la esperanza vuelve a la ciudad sitiada y al corazón del Basileus. Más barcos llegarán de sus hermanos cristianos húngaros, griegos, serbios, venecianos y albaneses, junto con soldados y provisiones. Él está seguro de que vendrán cumpliendo con el Pacto de Unión proclamado el 12 de diciembre del año anterior en Santa Sofía.  Es en este momento cuando más que nunca la unidad es necesaria ante el enemigo que ya acampa frente a Constantinopla, pero lo que él no sabe es que las pasiones por el control y el poder siguen dividiendo al Imperio. Él acalla su desesperación diciéndose que solo deben aguantar y esperar. Pero entonces, del genio estratégico de Mehmet surge el movimiento táctico que inclina la balanza a su favor. Hasta ese momento, el acceso a la bahía de Constantinopla, el Cuerno de Oro, ha permanecido sellada a los otomanos, custodiada por la inmensa cadena que cruza la bahía de extremo a extremo, impidiendo el paso a los barcos no deseados.
¿Qué tal si la flota otomana fuera trasladada por tierra, cruzando las colinas que separan el mar del Cuerno de Oro?, se pregunta en su sitial de estratega Mehmet, y la respuesta no se hace esperar. Durante la noche, miles de soldados trasladan los barcos sobre sus hombros. A la mañana siguiente, los sorprendidos sitiados ven la flota enemiga navegando hacia la ciudad. Ahora sólo la débil muralla menor, expuesta a los cañones, separa a los turcos de su codiciada meta.
Finalmente, inmensas brechas se abren entre las piedras, y las tropas de Mehmet se lanzan al ataque. Y día tras día, Abdalá, al igual que todos los componentes del ejército, lucha durante agotadoras jornadas, y a pesar de sus fieros embates, las tropas cristianas rechazan valerosamente ataque tras ataque, defendiendo las murallas hasta el último hombre. Mehmet planea el ataque final, y Constantino se prepara para enfrentársele. Una inmensa ceremonia según el rito ortodoxo se celebra en la iglesia de Santa Sofía: todos los cristianos que habitan en la sitiada ciudad y los que han venido a reforzar las tropas desde otras partes, especialmente de Grecia continental, unidos, participan en la última misa. A la una de la madrugada Mehmet da la orden de ataque.
Los primeros en lanzarse al combate son los 20.000 soldados anatolios de Mehmet pero cada vez son rechazados, aunque ya las tropas bizantinas comienzan a mostrar signos de agotamiento. Tras ellos, Mehmet envía a las tropas de los jenízaros. De nuevo, los soldados bizantinos aguantan el embate, empujando las escaleras y bloqueando el acceso a la ciudad.
Contra todo pronóstico, parece que la ciudad resiste. Y, es aquí cuando ocurre la desgracia.
La llamada Kerkaporta, una minúscula puerta menor en la muralla exterior, destinada al tránsito de peatones en tiempos de paz, permanece abierta. ¿Cómo ha sido posible? ¿Cómo han podido olvidar los defensores aquel pequeño acceso que, cual talón de Aquiles, se abre en la muralla?  Los jenízaros, aunque recelosos pensando que puede ser una trampa, uno tras otro comienzan a entrar en la ciudad. Los defensores son sorprendidos por un ataque desde la retaguardia. Los gritos agónicos se extienden por todas partes: "¡La ciudad está tomada! ¡La ciudad está tomada!". Los defensores retroceden.
Abdalá y sus compañeros pasan a cuchillo a cualquiera que se les ponga por delante y Bizancio una vez más se cubre de púrpura. Pero esta vez es la de la sangre de sus habitantes que corre en arroyos por las callejas y llega a cubrir los zócalos de Santa Sofía, apagando en su cúpula la iluminada cruz de la cristiandad.
Abdalá, como un centauro, sigue lealmente a su sultán dispuesto a degollar hasta el último hombre que ose levantarse contra él.
Allá, entre el barullo de la gesta, los gritos y ayes de los moribundos, se eleva la silueta de un cristiano. Erguido sobre su caballo cuatralbo grita  “Mataré hasta diez pashades y a cuanto jenízaro pueda antes de que mi lanza se rompa y se astille mi espada”. En aquel momento, un turco le golpea en la cabeza y el hombre cae de su caballo; queda tirado en el suelo, cubierto de polvo y sangre sin que nadie vaya en su ayuda. Se acerca Abdalá, su lanza dispuesta para rematar al enemigo, pero se detiene al ver que es un anciano. El hombre caído alza su mirada; sus nublados ojos recorren fieros el rostro inclinado que le observa. Después de un instante se agrandan, su rostro entero cambia de expresión, y un alarido taladra el espacio y el entendimiento de Abdalá.
         “Ese lunar… la estrella en… tu sien… ¡Basilio, Basilio, al fin, hijo mío!”.
Abdalá siente que el tiempo se detiene, su rostro se acerca y mira con mayor cuidado aquel otro rostro sobre el que cae un rayo de sol, y su propia imagen se refleja en los ojos dolientes de aquel hombre, de aquel extraño. Sin dudarlo un segundo más, todo su entrenamiento tiempla de nuevo el brazo de Abdalá y la lanza cae con todo el peso de sus años de alienación clavándose en el corazón del viejo guerrero heleno.
Levanta en triunfo sus brazos al crepúsculo que cae sobre la ciudad tomada. Al fin está en paz; él es un jenízaro verdadero, ha cumplido con su destino.

La visita
 Brunilda observa la tarde a través del ventanal abierto y el aire le trae olor de musgos y flores mustias. Con sus finos dedos húmedos, la lluvia como un presagio imperceptible pone melancólicos tonos plomizos en el paisaje. Su mirada nerviosa recorre la entrada, la oxidada verja entreabierta, el camino alfombrado de hojas muertas, los muros cubiertos de hiedra que rodean el parque delantero de la vieja casona que heredara de sus padres y donde ya los pájaros no cantan, los tiestos ya no florecen ni murmura la fuente donde el Cupido que antes pareciera sonreír, hoy luce más como un triste ángel de cementerio. El jardín y su alma están devastados por el amor y la muerte, piensa, o por la muerte del amor, que es lo mismo.  Cada vez más, todo le parece sombrío; hoy espera a Greta y su visita la llena de inquietud,  aumentando la angustia de su alma sensible y agitada. El enigmático anochecer sigue borrando en la bruma el perfil de las cosas y  Brunilda decide cerrar la ventana y deja caer la gruesa cortina.
        Continúa la espera en el salón. Ya la noche ha caído con otoñal rapidez y la luna llena de octubre baña la terraza y el barandal de hierro. Arabescos en claroscuro se dibujan en los bancos y en la balaustrada;  los crujidos de las ramas, el murmullo de la lluvia y los ecos de lejana actividad subrayaban el silencio reinante. Enciende una lámpara al lado de los sillones donde se sentará a conversar con Greta. Se sobresalta y mira hacia la puerta de entrada. Le parece haber oído el timbre. Se dirige a la puerta y la abre.
— ¡Greta querida, qué alegría! ¡Bienvenida! Entra, entra que hace frío. ¡Tú también te ves bien! ¡Qué bueno que has venido!  Pero ven, sentémonos aquí y conversemos. ¡Qué bien me siento al verte! Me traes tantos buenos recuerdos. Perdona mi desorden. Sabes que soy tonta y no sé hacer nada bien. Eres generosa al venir hasta aquí. No me gusta salir. No me gusta que me miren. ¡No hables tan alto! Me gusta así, sola, tranquila y en penumbras. Antes no. ¡No me reproches, sé que el café está frío! Antes me gustaba vestirme porque los tres íbamos al teatro o a cenar. Conversaremos mejor aquí en este sofá; además,  a Fredrick  le gustaba sentarse aquí y hablarme al oído. Desde su muerte no he conversado con los que le conocían y le amaban. Ha muerto joven, dejando de vivir sus alegrías y llevándose las mías. ¿Todavía tomas tu café negro y sin azúcar? Les extraño tanto a los dos. Pero come también el dulce. Así se nos pasará menos triste el tiempo que hablemos. ¡Ha sido  doloroso y desgarrador! Aquella noche habíamos hablado por teléfono y me dijo que tardaría algo. También me dijo que aunque yo estuviese siempre delicada y enferma, me amaba con toda su alma. ¡Embaucador! A las dos de la madrugada me despertó el timbre del teléfono. Era la policía para darme la mala noticia. El accidente sucedió en la veinticuatro, cerca del cruce con la Vinlandia. Pero, hoy quiero confiarte algo más. Es natural, creo yo, que algunas veces le vea en sueños y  también le veo despierta. En cierta forma me consuela el que esté sonriente, alegre, afable, tal como era él. Jovial y entusiasta como ninguno. ¿Oíste? No te quedes ahí tan tranquila. Lo vas a ver tú también. Oye ese ruido, el de la llave en la cerradura. Viene de la puerta de entrada, detrás de ti.
        Brunilda se levanta mirando hacia un punto cercano a la puerta, su rostro está transformado de angustia, la respiración entrecortada.
        ¿Estás aquí hoy también? Hoy ha venido Greta. Salúdala, abrázala. ¡Abrázala! ¡Toma la mano de tu amante y llévala al balcón! ¿Creen que nunca lo supe? Creían que estaba acostada después de perder a nuestro bebé. ¡No serví para eso tampoco! Quise venir a reunirme con ustedes para animarme. ¡Allí les vi! La besabas y la acariciabas como nunca creo que lo hicieras conmigo. Éramos siempre los tres, éramos felices, ¿lo recuerdan? Solos murieron aquel día. Solos y me dejaron a mí con todo el dolor.
       Brunilda ve como Fredrick pasa el brazo en amoroso gesto sobre los hombros de Greta. También ve el arrobo con que se miran y la complicidad de sus sonrisas. Vuelve a sentirse sola, fuera del círculo de ternura que los une. En la mesa quedan las tazas y el dulce tal como ella los dispuso.
        La noche ha caído plena de susurros, silencios y sombras. Brunilda, ya en el balcón, se dirige a las siluetas que ahí ve su atormentado espíritu. Luego, en la terraza bañada por la luna, se asoma al jardín y sigue a los otros dos.
EL CLARÍN, Ciudad de Ingria, 15 de octubre de 19…


Esta mañana en el jardín de la Casa de S…, ha sido hallado el cuerpo sin vida de la señora Brunilda de S…
El jardinero de la familia vecina hizo el descubrimiento a tempranas horas y declaró que el estado de salud de la señora había empeorado desde la muerte de su esposo, acaecida hace ya seis meses.




Primera y última página
       Le ha traicionado. La descubre y él le reclama violentamente. Ella, la descarada, se ríe de él en sus propias narices.
       No espera para tramar su crimen; allí mismo sin tomar precauciones, sin importarle si le descubren ni qué pasará después, le dispara. La risa se convierte en sorpresa y dolor, se dobla hacia adelante llevándose una mano al pecho de donde ya la sangre mana trágicamente, dibujando una flor en su blusa blanca. Con la otra mano busca asidero en algo que no encuentra y se desploma sobre el piso. Él la observa por unos minutos cuando ya se ha derrumbado y yace sobre la alfombra en medio de una gran mancha oscura.
        No se lava las manos ni se arregla  la ropa en la que han caído gotas de sangre. Pone la pequeña pistola en el bolsillo de su saco, echa una última mirada al hermoso cuerpo que otrora le diera tantas horas de placer y ternura. Le mira con desprecio.
       Abre la puerta y allí se han reunido ya los vecinos que han escuchado el disparo y los gritos de ella. Curiosos se agolpan para no perderse detalle y entre ellos pasa el personaje, parsimoniosamente.  Se detiene, mira otra vez la escena por encima del hombro y sale rumbo a la realidad.

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