Carlos Oriel Wynter Melo

En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (2011), fue declarado uno de los 25 secretos literarios mejor guardados de Latinoamérica.
En el año 2007 fue reconocido por el Hay Festival de Londres, UNESCO y la Secretaría de Cultura de Bogotá.
Su primer libro, El Escapista, fue publicado tras obtener el Premio Nacional José María Sánchez, otorgado por la editorial de la Universidad Tecnológica de Panamá.
Obtuvo el tercer lugar del Premio Nacional Ignacio Valdés y mención de honor en el concurso centroamericano Rogelio Sinán.
Fue seleccionado para representar a Panamá en el III Encuentro de Nuevos Narradores de Latinoamérica y España.
Tiene publicados además, la novela, Nostalgia de escuchar tu risa loca (Sudaquia, 2013); Las impuras, editorial Planeta, 2015 y Ojos para ver,  editorial Piedra.


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La libreta de Ariadna

Publicado en la Revista Trashumancia. Guadalajara, México. 1996.

            Mario pausadamente comenta lo de Ariadna. Ella había puesto las manos sobre las hojas, los dedos desordenados y tensos arrugando el papel. Había dicho: No es nada, Mario. Mario le clavó la mirada. Ella, ya un poco marchita, masculló: Nada, Mario, nada.
            Lo que él hubiera dado por conocer las líneas ajadas. El nombre de mujer que mal vio le sugería muchas cosas.
            Observa Mario que una libretita cerrada y pequeña es, en una mujer, un último escondite: cuando las emociones son fácilmente descubiertas, aúnqueda la opción de encerrarlas entre dos portadas. En Ariadna, a quien le cuesta un enorme esfuerzo disfrazar lo que siente de lo que debería sentir, la libretita es una verdadera manía.
            Para explicar lo que Mario dice, debo anteponer lo que él y Ariadna son. El que él apriete los labios al hablar para medir sus palabras, contradice el que Ariadna simpatice con gente sencilla y suelte gritos espontáneos en cualquier reunión. Pero esta diferencia casi se traslapa: a veces cara, a veces sello, a veces el lógico Mario, a veces la emotiva Ariadna.
            Cuando pasó lo de la libreta, Mario quiso convencer a Ariadna de lo razonable que era mostrarle lo que escribía. Pero distinguió uno de esos momentos en que no se gana nada cambiando la superficie; hay que descubrir, en lo que dice Ariadna, la verdadera intención; uno de esos momentos en los que cada palabra ignora al que está enfrente y solo busca convencer a la persona que la pronuncia. Al suceder esto, Mario no mete la cuchara: lo que siente Ariadna es incuestionable. Aún así, lo disfruta: acoge las confesiones como quien atrapa mariposas. Si Ariadna dijo: No es nada, Mario, es porque quería minimizar su propia preocupación. Si tartamudeó la Moca es una amiga, es porque le asustaría el que fuera algo más.
            La Moca es una negrita que trabaja con Ariadna. Se cuentan cosas, se consuelan, ríen juntas. Mario opina que desde el primer instante en que se conocieron, rellenaron sus carencias con la otra: Ariadna cubrió la timidez de la Moca con un Cuál es tu nombre, y la Moca prestó interés a las tantas veces ignorada Ariadna. Dentro de esta mezcla de complementos, Mario no sabe qué tanto la Moca dejó en Ariadna y viceversa. No está seguro, tampoco, de lo fácil que podría ser la separación.
            La Moca vive en un barrio de la periferia, cuenta Mario. Tiene una casa de un cuarto y, por eso, se desviste frente a sus primos. Mario cree que esto es trascendente: al no identificarse con su intimidad, la Moca busca un espejo que le sirva de identidad. Concluye que la oscura Moca y la pálida Ariadna son parte de lo mismo.
            Vuelve Mario a aquella noche en que se acercó a la nuca de Ariadna. Recuerda el nombre de la Moca, dudoso entre los dedos crispados, y a Ariadna que le decía: Mario, en serio, no es nada. ¡Lo que daría Mario por abrir la libreta de Ariadna! Aunque al final, si los conozco bien, alguna de sus teorías será lo que Ariadna vive.


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Un agujero de luz al final de un túnel de árboles

Tomado de Cuentos con Salsa. Editorial Norma La otra orilla. Bogotá, Colombia. 2008.

            Si se mira el parque de frente, como si fuera a los ojos, y con algo más que los ojos, imaginándolo o relacionándolo con un recuerdo, se verá un túnel de árboles que acaba en un agujero de luz. Si la mirada está coloreada por alguna melancolía, esa mancha de luz sugerirá varias interpretaciones. Una podría ser que todo acaba.
            En la esquina del parque, habrá hombres con sombreros níveos, niños con trajes domingueros y quizás una mujer que mire a ningún lugar.
            A la derecha, más allá del parque, oteando el parque, habrá un hotel. Su edificio estará pegado a otros como si fuera un grupo de amigos que se abrazan por la espalda y miran desde lo alto. Al nivel de la calle, amigos más pequeños, las tiendas de abarrotes y misceláneos, mirarán con sus puertas a todo abrir. El sol estará acostado al fondo, muy lejos, tras el parque y el poblado.
            Los rieles del tranvía, como los trazos paralelos de un dibujante, darán la vuelta al parque por uno de sus lados. Las personas que están ahí, en la mera esquina, esperarán. Esperarán sin remedio. O creerán esperar. O en realidad no esperarán nada.
            Ella espera, pero no espera, no cree esperar, cree esperar en vano. Él debería aparecer a la llegada del tranvía, pero ella no cree que lo haga. El amor ha sido una cuerda floja en los últimos tiempos.
            Por eso no espera: hace como que espera. Deja que la inercia de los días le empuje y la lleve al día, a la hora, a esa esquina del parque, a la cita que no cree se haga realidad.
            Mira el hotel casi atravesándolo. Mira las tiendas de abarrotes y misceláneos. Mira a quienes la flanquean: a los niños, a los hombres de blanco sombrero y a un par de mujeres con trajes recargados. Mira el túnel de árboles y la luz en su fin que poco a poco desaparece. Mira las líneas curvas y paralelas por las que ha de pasar el tranvía.
            Pero, en verdad, no mira nada; los recuerdos la distraen.
            Por un momento desea no tener razón, fallar; desea que a la hora pactada él aparezca y el tranvía continúe por sus rieles impertérritos y que los días sigan sin sospecha de cambios.
            Pero no, se desmiente, desconfía. Y es que traiciona para no ser traicionada; olvida para no ser olvidada. Y esa nostalgia próxima, profética, la colma de una muerte inevitable.
            Imagina que años después, muchos años después, la esquina en la ahora espera, sus bordillos y bancas, han perdido la luz de la cal y tienen la sombra del moho. Imagina que el tranvía desaparece o es distinto: de metal y colores brillantes; y que los automóviles pasan por las que fueron sus pisadas de hierro y que ya nadie espera en la esquina que fue de sombreros blancos – ya no se usan sombreros blancos-, de niños y de mujeres con trajes enredosos.
            Imagina que alguien sí espera, una dama, una mujer, que en esencia se le parece, una solterona a la que citaron a una hora precisa para un compromiso acordado y que no cree que se realice. E imagina que la mujer viste diferente de como ella viste: imagina un pantalón holgado, unas sandalias, una camisa de lino.
            Imagina que ella espera, pero no sabe a qué atenerse.
            Y esa visión, esa certeza de que nada quedará - de que la nostalgia quedará -, le hace sentirse sola, sola hasta de sí misma.
            Y comienza a desear con todas sus fuerzas que él llegue hoy, que sus promesas se cumplan hoy, que aparezca y se apee del tranvía, que la abrace consciente de lo poco que les queda, antes de que el futuro dé los pasos necesarios para acabarlos tal como se conocen.
            Pero ella no sabe si él llegará y eso es lo más terrible. Ella no sabe si él encuentre las mismas justificaciones, si habrá visto en ese parque – en su túnel de árboles y luz al fondo – lo que ella vio. Ella no sabe si alguna vez coincidieron o todo fue la ilusión de coincidir.
            Imagina que la dama de pantalón holgado, sandalias y camisa de lino, espera, que espera con la mejor disposición, con los mejores deseos; que espera como si de su voluntad dependiera lo que va a ocurrir; que espera como rogando.
            Y ella espera, pero algo la asusta, algo le hiela la sangre, y es que su paciencia se estire por años, morirse poco a poco, resignarse sin darse cuenta de que se resignó.
            Entonces imagina que a la mujer la alcanzan las horas, que suenan las campanadas de la cita – persiste la iglesia a lo lejos, la misma que ahora da sus tañidos – y una última esperanza ilumina esos ojos inventados, pero la esperanza agoniza después de una hora, da sus últimos estertores después de dos, se acuesta y expira a la tercera.
            Y ella vuelve a llenarse d nostalgia porque reconoce en su visión una inevitable muerte, una anticipada muerte, una omnipresente muerte, una muerte intemporal, que asolará ese parque, el túnel de árboles, los edificios, ese hotel, esas tiendas, a paseantes distraídos.
            Y el tranvía se detiene y el estómago de ella se contrae como puño que se resiste, como un recién nacido que se vuelve caracol.
            Y salen los pasajeros, uno por uno, uno tras uno, hasta que el transporte queda casi vacío. Y ella anticipa el dolor de la mujer imaginada, el dolor futuro de una mujer futura que, sin embargo, se reproduce en sí misma, porque el tiempo no puede cambiar lo que realmente importa, el eje en torno al que hace círculos.
            Pero un último pasajero sale del tranvía, él sale del tranvía, es el aliento final del tranvía cansado. Y él, en fin, sobrevive el paso del instante.
            Y ella lo besa con entusiasmo y él no entiende su entusiasmo; no entiende su explosiva felicidad: el amor ha sido una cuerda floja en los últimos tiempos. Pero ella lo besa y está segura de que así resguarda ese parque, ese parque que jamás será el mismo.

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El hambre del hombre

Tomado de Cuentos del hambre. Compilación de varios autores. Guatemala, Guatemala. 2012.

            Es necesario aclarar, antes de siquiera dar inicio a esta historia, que nuestro protagonista, Elden Medio, nunca ha pasado hambre.
            No hambre de verdad, quiero decir; no la que te hace sentir que eres todo un estómago arrugado y herido. No la que tienen los niños pobres que estorban en los semáforos. No la de mujeres que piden monedas con la mano extendida y ante las que Elden duda si dar o no dar. No la que han sentido las familias de barrios malos, terribles.
            Tiene una oscura consciencia, eso sí, de lo que es el hambre, de que existe un espectro esquinado y por eso omnipresente, necio ese espectro, que puede metérsele bajo la piel.
            Y siente miedo, absoluto miedo, de que el fantasma del hambre se le aparezca un día.
            Pero ahí está su puesto de analista en una empresa trasnacional, su casa, sus pertenencias. Y ahí están los tentáculos de amigos, parientes, políticos; todos muy bien relacionados con las altas esferas del poder.

            Elden Medio siente hoy hambre, pero un hambre inocua, un fantasmita apenas, juguetón el niño.
            Está entonces en la oficina, frente a Karla Deseo, la linda compañera que siempre le ha resultado hechizante. Elmo, quien por ocho horas al día barre, escucha y no habla, les ronda sin levantar los ojos. Es una jornada normal.
            Pero misteriosamente, las mejillas de Karla Deseo le gustan a Elden hoy por otra causa. Le recuerdan pechugas de pavo al horno.
            Esto no es raro si miramos sus recuerdos.
            Hace muchos años, su abuela pasó a mejor vida. Ella cocinaba el mejor pavo al horno que Elden recuerda, un pavo al horno que ahora, justamente ahora, no es solo alimento sino nostalgia, calor y olor de abuela, deseo de permanencia y seguridad, y miedo al futuro, miedo a que el futuro sea distinto al pasado, queremos decir, y al presente, por supuesto, todo ello pintado en las mejillas deliciosas de Karla Deseo.

            Están a solo un minuto de las doce, cuando Elden la invita a comer – ¿ella será su almuerzo? De hecho, lo que le dice distraído es:
        Te quiero almorzar.
            Pero lo que ella escucha, y gracias a eso Elden evita mayúscula vergüenza, es: ¿Quieres almorzar?

            Un anuncio gigantesco, la imagen de un corte T-bone, les salta a los ojos. Despierta en ellos apetito por T.G.I. Friday.
            Llegan al lugar, cruzan la puerta. Se sientan uno frente al otro, y Elden vuelve a mirar las mejillas de Karla. Un mesero aparece con un sombrero de bufón a tres colores, tocado que distrae a Elden por un segundo de la obsesión por su amiga. Casi sin darse cuenta, pide lo mismo que ella: el corte T-bone que vieron en el anuncio.
            Mientras Karla mastica su primer bocado, él observa sus cachetes sin pestañear. El platillo de Elden permanece completo, el corte de res pareciera al final no gustarle. Solo mira el perfil, de ave para él, de Karla.
            Ella no repara en el extraño comportamiento de su amigo. Habla entre mordida y mordida de los sofocos que provoca el jefe, hombre cruel y déspota que a nadie en la oficina gusta.
            Despacio, muy despacio, Elden va abriendo sus fauces. Se empina por sobre la mesa. Ella no se da cuenta del peligro. Él se aproxima.
            Ya el aliento de Elden calienta su piel. La saliva comienza a inundar la boca. Se apartan los labios y los dientes se adelantan. Los caninos se preparan para darse un clavado en el cuello.
            Pero el contacto, en el último instante, se hace beso tibio. Después de todo, es nuevo en esto de comerse a los compañeros de trabajo y no se hace bien a la idea.
            Ella sonríe, sorprendida y de inmediato, sonrojada. Traga el bocado que tiene en la boca y sin comprender que ha sido el miedo lo que gobierna tales impulsos, miedo al fantasma del hambre, levanta los labios como si fueran bíceps de un atleta presumido, y encara a Elden.
            Él vuelve a adelantar los incisivos, dispuesto a morderla, sin piedad esta vez, sin tregua, pero ella no se percata y él se compadece y acaba el hombre con su hambre de otro modo, hundiendo la lengua en la boqueante Karla, como un clavadista acapulqueño cae en un acantilado.
            Luego van a una casa de citas llamada Corazones Dulces. Alquilan habitación por una hora. Ahí Elden está a punto de comérsela varias veces, pero al final solo hacen el amor.

            ¿Por qué no pudo devorar a Karla Deseo? La respuesta, después de una sesuda reflexión, aparece diáfana en su mente. Hay un vínculo personal que le impide atacarla. Por Dios, la ve a diario, conversa con ella en las mañanas y en las tardes, ¿cómo iba a hacerla su merienda? Su primera víctima, debía ser alguien más o menos desconocido.
            Por eso, antes de llegar a casa, visita a su vecino más cercano. Inocente, el tipo sale al umbral y dice:
-        Hola, vecino, ¿cómo está? Qué gusto me da verlo. A qué debo la visita.
            Y Elden se da cuenta de que el vecino no ha despertado como él, de que para el vecino la cordialidad aún es una regla inquebrantable y que sería incapaz, segurito, de comerse a sus prójimos. No ha tomado consciencia de cómo aplacar el hambre realmente.
        Sí, vecino, ¿en qué le puedo servir?
        ¿Me regalaría un poco de aceite? – improvisa Elden.
        Claro. No hay problema.
            Y Elden lo ve perderse dentro de la casa, escucha los ruidos que hace en la cocina, oye sus pasos que regresan. Elden se esconde tras la puerta entornada.
        ¿Vecino? - pregunta el vecino, y Elden se le va encima con los dientes por delante, confiado en lo que ocurrirá: el tipo engrandecerá los ojos y él se clavará en el ángulo de su cuello. Esta vez, no habrán fallas.
            Pero en el último momento, le parece ingenua la mirada de su víctima. Es un hombre como él y nada más. Elden se arrepiente,
        Muchas gracias – le dice y toma el envase colmado de aceite para cocinar.

            Elden entonces tiene otra epifanía. Debe comerse a alguien que no le despierte estimación. Eso es. Alquilen cuya muerte signifique, incluso, un beneficio para la humanidad.
            Su jefe. Tiene que comerse a su jefe. Y para coronar su razonamiento, planea con detalle cómo se lo desayunará de madrugada.

            Muy temprano, Elden se mete en las oficinas donde labora. Son las 6:30 antes meridiano. Él sabe que a esa hora su jefe está solo, respondiendo una larga fila de correos en la computadora. Se acerca de puntillas, se asoma por la puerta a medio abrir del despacho principal, ve al ejecutivo sentado, de espaldas, tecleando en su máquina portátil. La boca comienza a aguársele.
            Empuja silenciosamente la puerta. Sigue caminando con sigilo. Se acerca al hombro de su jefe. No le parece imprescindible enfrentarlo; mejor aprovechar el factor sorpresa. Morderá rabiosamente su cuello y no lo soltará hasta que sus sacudidas cesen. Seguramente sabrá a lomo de res, el mismo que su santa madre hacía.
            Pero no ha ni bien preparado los colmillos, cuando el ejecutivo se voltea y mira directo a sus ojos. Esos ojos, como los suyos, centellean.
            El jefe es más rápido a la hora de morder.

            Unos minutos más tarde, Elden está en el suelo, agonizando entre estertores. El jefe está hincado junto a él con la boca manchada de sangre. Levanta la mirada hacia el cielo raso, suspira y cierra los ojos.
        Filete de la mejor calidad, 1982, estoy en un restaurante con mi madre, mi padre, mi hermana Chuyita – dice con un murmullo muy quedo.
            Se pone de pie, se acerca a su sillón giratorio, se sienta. Piensa en las muchas maneras en que se comerá, uno a uno, a sus subordinados.
            Llama a Elmo para que se deshaga de los restos. Elmo, al otro lado de la línea, lamenta el fracaso de Elden, quien le parecía una persona más cordial.
        Inexpertos – murmura el jefe. Y sigue escribiendo un mensaje en su computadora.

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